Vargas Gómez: sinónimo de lo  constitucional y el buen humor

Vargas Gómez: sinónimo de lo constitucional y el buen humor

Vargas Gómez: sinónimo de lo constitucional y el buen humor

Mario A. R. Midón

 

Quienes enseñamos Derecho Constitucional, alguna vez, como todo lo que se inicia también empezamos el proceso de aprendizaje.

Si bien la adquisición de conocimientos continúa, con el paso del tiempo memoramos que cuando ese proceso principió “llevando los libros” a un grande, la empresa se potenciaba, porque al tiempo que aprendíamos los rudimentos de una disciplina el estímulo de tener un Maestro al lado  ayudaba al objetivo trazado.

La auto referencia es inevitable. Eso fue lo que me pasó con Carlos María Vargas Gómez y motiva esta semblanza a días de su sentido fallecimiento.

Al poco tiempo de recibirme de abogado tuve la suerte de ser convocado por el Dr. Otero, Decano de la casa para dictar un curso en la materia  Historia Constitucional, cuyo jefe de Cátedra era, precisamente, Carlos María allá por 1975.

Para la época, el Maestro, también tenía a su cargo la titularidad de  Derecho Constitucional.

Aunque ya lo conocía porque había sido su alumno durante la carrera de grado, esa conexión que nació en 1975,  me animó a que le solicitara mi ingreso a la cátedra “A” de Derecho Constitucional, en calidad de adscripto, una suerte de ayudantía sin retribución.

Me recibió con mucha calidez y muy a su pesar suyo, nuestros  primeros  pasos juntos  fueron brevísimos. Empezamos las clases en marzo de 1976 y al poco tiempo vino el golpe de estado del 24 de marzo, con el penoso acontecimiento de que cayeron todas las nominaciones realizadas, entre ellas la que me permitió ingresar a la docencia universitaria.

Al año siguiente, por fortuna, pude presenciar y participar en plenitud de lo que fue un curso completo de Derecho Constitucional dictado por Carlos María.

Entonces, las clases se daban por la calle Salta 459 de la ciudad de Corrientes en la que terminaría siendo la sede histórica de la casa, hoy trasladada al campus universitario  y la actividad docente se iniciaban a las 8 de la mañana. El espacio asignado para el dictado de la clase era una cómoda aula que albergaba alrededor de veinte alumnos titulares, con su cupo de suplentes, una categoría que ingresaba al curso solo si el titular faltaba a las primeras clases.

Estos aspirantes a incorporarse al curso recibían el nombre de “oyentes”, circunstancia que en una oportunidad inspiró una humorada del Maestro. Preguntó, entonces, ¿quiénes son “oyentes”?, interrogante que allegó la identificación de los que tenían esa calidad levantando la mano. De inmediato, Carlos María repreguntó ¿es que los demás de la clase no escuchan?

Esa fresca modalidad de contacto humano, junto a un estricto régimen de aprendizaje, sería una de las pautas que caracterizarían sus enseñanzas. Así, con una pisca de agudeza e ingenio a través de narraciones fictas o reales –respeto mediante- el Maestro se  convertía en obligado actor,  rompiendo la solemnidad que su presencia imponía.

De sus clásicas formas de deshielo, para motivar a los alumnos recuerdo, entre otras, la creación de un ignoto como inexistente idioma en el que se expresaba en medio de la clase produciendo sorpresa a quienes lo escuchaba por vez primera, desconcierto que luego mutaba en risible episodio, ya que quien así enseñaba era un titular de cátedra. La traducción, que también corría por su cuenta, allegaba un caso de interés para el análisis del estudiante.

Más allá de los contenidos fundantes que hacían a la sustancia del Derecho Constitucional, Carlos María ponía empeño en introducir condimentos realistas siempre conectados a vivencias diarias y susceptibles de captación por el estudiante.  Así, por ejemplo, nuestro Maestro recurría con frecuencia a un hipotético como múltiple y funcional personaje al que lo había bautizando como “Josecito Pecatore”, inefable protagonista de cualquier andanza conectada a lo constitucional.

En su relato, cargado de simbología, “Josecito” era la persona pivot a quien habían lesionado en su derecho; en otras, un legislador que auspiciaba un proyecto controvertido; a veces, el juez que había sorprendido con cierta sentencia; cuando no un aspirante a ser a presidente de la nación.

En las primeras clases de un curso, no olvido, Carlos María ponía el acento en los puntos que a su juicio el alumno no debía dejar de conocer en la ciencia constitucional. Según sus enseñanzas el conocimiento de la disciplina exigía estudiar: la teoría, la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, el grado de acatamiento a las normas, el derecho comparado y, obviamente, los preceptos supremos.

La bibliografía que se utilizaba tenía su punto más alto en las obras de Germán J. Bidart Campos, dos tomos encuadernados de color verde oscuro donde el autor trataba la dogmática constitucional y los dos tomos de color rojo, también encuadernados, del Derecho Constitucional del Poder.  También, aunque con escaso uso, la ciclópea obra de Segundo V. Linares Quintana con nueve tomos. Para entonces se empezaban a conocer los Cuadernos de Bidegaín que desarrollaban la materia en cuatro ejemplares. Los estudiantes preferían, sin embargo, el Manual de Juan Antonio González Calderón.  Entre los autores de derecho comparado a los que se recurría sobresalían Manuel García Pelayo, Xifra Heras, Luis Sanchez Agesta y Kark Loewenstein. Biscaretti de Rufia, etc..

En ese clima donde el buen humor era la regla, porque se desacralizaban las formas puramente irrelevantes, muchos abogados se formaron con Carlos María Vargas Gómez y, muy bien por cierto.

La partida del Maestro es otra muestra de la finitud humana. Me animo a pensar que, cualquier sea el lugar donde Dios lo haya puesto, no dudo que estará ideando algún mensaje risueño para hacernos entender que siquiera la muerte es cosa seria.